Hoy sacamos a la luz la huella que dejó Blas Infante en aquellos dramas rurales de Juan Bernabé y de Salvador Távora. La trayectoria del Teatro Estudio Lebrijano fue prodigiosa en apenas nueve años.
Aquel grupo de teatro independiente fue fundado en Lebrija en 1966 por el ex-seminarista y peón agrícola Juan Bernabé. Junto a aquellos actores aficionados, estudiantes y trabajadores, llegaría a alcanzar una extraordinaria popularidad y repercusión social, denunciando a través de sus obras la situación del campo andaluz con una perfecta sutura entre flamenco y drama rural. Obras que además se representaban en plazas, cortijos, escuelas y teatros.
Casi al mismo tiempo y con temática muy similar discurre otra nueva experiencia, la del Teatro la Cuadra creado por Salvador Távora. En este caso los montajes, creados desde el lenguaje flamenco y el escaso texto dramático, eran capaz de expresar la opresión de los jornaleros andaluces, con una potencia visual de dolor e injusticia, principalmente basados en la fuerza del gesto, la expresión, el baile, el cante y la guitarra. Aquellas escenas teatrales, tanto en uno como en otro caso, lograron transmitir ese concepto de violencia social y de opresión. Es innegable también la influencia de Lorca y su profundo amor a la tierra. Lorca lo expresaba así: «Amo a la tierra. Me siento ligado a ella en todas mis emociones. Mis más lejanos recuerdos de niño tienen sabor de tierra. La tierra, el campo, han hecho grandes cosas en mi vida.”
Sintonizaron con la realidad social e intentaron cambiar las cosas desde dentro. Buscaron para ello conectar con los sectores más olvidados, marginados o supervivientes de los campos de Andalucía.
Es, en la descripción de aquel callejón sin salida, donde encontraron el punto de encuentro con el hambre jornalera y de sus familias, pero también con las ideas de Blas Infante y el mensaje que reflejaban sus escritos:
“Tengo clavada en la conciencia, desde mi infancia, la visión sombría del jornalero. Yo le he visto pasear su hambre por las calles del pueblo, confundiendo su agonía con la agonía triste de las tardes invernales; he presenciado cómo son repartidos entre los vecinos acomodados, para que éstos les otorguen una limosna de trabajo, tan sólo por fueros de caridad; los he contemplado en los cortijos, desarrollando una vida que se confunde con la de las bestias; les he visto dormir hacinados en las sucias gañanías, comer el negro pan de los esclavos, esponjado en el gazpacho maloliente, y servido, como a manadas de siervos, en el dornillo común; trabajar de sol a sol, empapados por la lluvia en el invierno, caldeados en la siega por los ardores de la canícula, y he sentido indignación al ver que sus mujeres se deforman consumidas por la miseria en las rudas faenas del campo; al contemplar cómo sus hijos perecen faltos de higiene y de pan; cómo sus inteligencias pierden, atrofiadas por la virtud de una bárbara pedagogía, que tiene un templo digno en escuelas como cuadras o permaneciendo totalmente incultas, requerida toda la actividad, desde la más tierna niñez, por el cuidado de la propia subsistencia, al conocer todas, absolutamente todas, las estrecheces y miserias de sus hogares desojados. Y, después, he sentido vergüenza al leer en escritores extranjeros que el escándalo de su existencia miserable ha traspasado las fronteras para vergüenza de España y de Andalucía.”
Otras influencias en sus obras
La influencia teatral de Jerzy Grotowski sobre Salvador Távora y Juan Bernabé fue innegable desde el principio, como ideario de su escuela teatral. Aquel investigador y creador de la técnica teatral denominada de “teatro pobre” y que Grotowski reflejaba en el concepto que tenía sobre el espectador: “No nos interesa la persona que va al teatro para satisfacer una necesidad social… para tener algo que decir a sus amigos y satisfacer ‘sus necesidades culturales’ “
Távora y Bernabé bebieron de Grotowski, Freire, Lorca, Camus, Miller y Brecht. Buscaron hacer un teatro político y de denuncia social que pudiera ser representado en la calle, en las escuelas y en las fábricas en tiempos de la dictadura. “Nuestro teatro no iba a producir la revolución, pero, vete a saber, podría ayudar”, decía Juan Bernabé.
Bernabé murió muy joven, con apenas 24 años. Hacía unas semanas que Alberti le había encargado la dirección de la obra “La Gallarda”. No tuvo más tiempo para aportar algo más a la leyenda del teatro jornalero andaluz. Tras un período de parón de actividad por el luto, le sucedió, años más tarde, en la dirección del Teatro, otro de los de los creadores que ha dado Andalucía: Javier Ros Pardo, con obras como «Agua y cieno».
Esperemos que algún día sea reconocida también su inteligente aportación a la cultura teatral y narrativa de Andalucía.
¿Qué nos queda de aquel teatro?
El pasado 8 de febrero hizo dos años del fallecimiento de Salvador Távora. A diferencia de Juan Bernabé, él sí pudo vivir una reconocida trayectoria. «Hoy podemos decir que con él ha muerto el teatro de la sinceridad” decía César del Arco el obituario de Juan Bernabé. Y ya sin Távora, podemos añadir que con ellos ha muerto aquel teatro que se vivió desde dentro, desde el mismo vientre de la opresión del campo andaluz escenificado por las propias familias jornaleras. Nos quedan sus obras y su recuerdo y mantendremos viva su memoria para que no se termine de extinguir el germen del teatro del oprimido, del teatro social y transformador.
No hay nada de romanticismo en estas palabras. Sólo reconocimiento. Ellos no fueron los primeros en introducir el flamenco como componente textual en el drama rural. Pero si les corresponde el mérito de ser los primeros en recobrar el proyecto de los dramas rurales de Lorca en aquel teatro itinerante de La Barraca y llevarlo por toda Andalucía y por Europa. La fuerza interpretativa de sus propuestas, la desnudez de sus escenografías y especialmente la fuerte vinculación con el lenguaje de lo flamenco como componente inseparable de la denuncia social en Andalucía, hizo posible aquella versión del drama rural actualizado como herramienta pedagógica. Posiblemente lo más parecido a las Misiones Pedagógicas que existieron en la Segunda República, creadas para llevar la educación, la cultura y el conocimiento al mundo rural.
Pero más allá de la evidente función social del arte, obras como “Quejío” de Salvador Távora o “El Oratorio” de Juan Bernabé y Alfonso Jiménez, reunían los requisitos conceptuales para ser consideradas como obras de vanguardia artística muy vinculadas a los movimientos artísticos de su tiempo. Estas obras no admiten, además, el análisis teatral del canon clásico, pues se trata de espectáculos alejados de cualquier estructura formal.
Buscaban como principal recurso emocional la fuerza expresiva contenida. Sus tramas están basadas en la enorme potencia visual del gesto y en la belleza primitiva de sus escenas corales atravesadas por una extraordinaria sinceridad social en la que aún hoy puede reconocerse la sociedad andaluza. Se trataba de exponer esa fuerza que, estéticamente hablando, representaba la situación atávica y dramática del campo andaluz.
El concepto es bien profundo y ancestralmente arraigado a nuestra historia. Las seguimos reconociendo porque están revestidas de la misma liturgia teatral de la injusticia del hambre, el mismo hambre que siglos antes fundó y dio vida al lenguaje de lo flamenco, porque su función principal, igual que el flamenco, es la de subrayar ese profundo “quejío” que vive hoy transfigurado en el arte pero que su lenguaje sigue siendo de denuncia social de los marginados.
Texto: Jose A. Torres